Acabo de recordar un momento de mi pasado. Debería de tener entonces unos 5-6 años, y estaba con mi prima, de noche, sentadas las dos en el porche de mi casa con una nueva tanda de perritos que habían nacido hace poco. Me parece que sería verano, porque parecía tarde pero los mayores nos dejaban estar despiertas aún. Puede que fuera cerca de San Lorenzo, porque ambas revisábamos el cielo a conciencia, en busca de alguna estrella fugaz, con bastante éxito por cierto.
En una de estas visualizaciones, recuerdo que deseé con todas mis fuerzas que los ojos del cachorrito que tenía entre manos se hicieran más bonitos. Mi prima y yo comentamos lo que habíamos deseado -en esas edades la superstición del 'que si se dice no se cumple' aún no existe-, y recuerdo que pasados unos minutos yo andaba totalmente convencida del milagro de la estrella fugaz, haciéndoselo notar a mi prima; 'mira, mira, están incluso más bonitos ahora!'.
Ah, la enorme capacidad de la fe infante! Jugarse la vida en recuperarla.
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