viernes, 14 de noviembre de 2008

A propósito de Le Bon

Allí, entre la masa, un estudiante retraído se sentía en la más completa soledad. La suya era una sonrisa vacua, algo agridulce, la de aquellos que no saben por qué gloria están luchando, o quizás de aquellos que lo saben y siguen luchando, desesperanzados, por una batalla que, admiten, tiempo atrás perdieron. Había encontrado a unos conocidos por el camino, pero se había perdido de ellos tan pronto como los hubo saludado. Los gritos que pugnaban libertad cubrían la voz queda de sus pensamientos, pero tanto daba, el espíritu del conglomerado no se apoderaba de él.

Recordó a Le Bon, y al profesor que le dio a conocer sus ideas. Todo aquello del –sentimiento –o enajenamiento- colectivo temporal se hacía palpable sumido en el núcleo del movimiento. El poder del grupo, la sensación de que las cosas se pueden cambiar, estaba allí más presente que nunca; el poder de ‘el alma colectiva de las multitudes’ era como un brazo invisible que lo rodeaba todo. Entonces le pareció imaginar a un francés aburguesado del XIX, con su orgulloso bigote convexo, que le golpeaba en la cabeza –como se les golpea a los animales cuando hacen algo malo- y decía que lo que allí se acumulaba era estupidez, no espíritu. Cierto es que sentirás una potencia invencible, debido al contagio sugestivo, la hipnosis colectiva que te succiona la personalidad como ser individual consciente para regurgitar tu inconsciente más intuitivo y social, matizaba Le Bon. Pero recuerda, le añadía, Las multitudes quieren las cosas con frenesí, pero no durante mucho tiempo. Desengáñate, esta empresa no durará. ‘Más que nada porque aquello contra lo que luchamos ya ganó’ se dijo el chico.

En un paro de la comitiva miró hacia arriba, a aquellos altos edificios desde los que se asomaban hombres y mujeres de rostro cenizo, traje chaqueta y ahogante corbata al cuello. El grueso aventajado, que reconocía los rótulos de estos edificios como el enemigo, comenzó a cantar una fórmula, de fácil memorización y ritmo pudiente, contra ellos. Los aludidos cerraron ventanas y balcones, haciendo oídos sordos.

La anodina sonrisa se quebró en una mueca de inexpresión al comprobar, al margen del mar de gente que entonaba frenética himnos poco cuidados, que aquellas personas elevadas entre el gentío comentaban divertidos las injurias dirigidas hacia ellos.

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Porque no se puede combatir el sistema desde fuera, hay que instaurarse en las entrañas del mismo. Y aunque parezca una derrota más que obvia –al fin y al cabo ya están reconfigurando las carreras en grados- nos queda la tambaleante baza de la mediatización. A ver si en el periódico de mañana se nos nombra.

Receta para la felicidad: apología de la ignorancia.

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