sábado, 15 de noviembre de 2008

Tokio Blues, Haruki Murakami (II)

Por la tarde volví a la habitación, leí un libro y, cuando ya no pude concentrarme en la lectura, me quedé mirando el techo pensando en Midori. Me pregunté si su padre realmente me había pedido que cuidara de ella. Quizá me había confundido con otra persona. En todo caso, había muerto un viernes por la mañana en que caía una lluvía fría, y ahora era imposible descubrir la verdad. Imaginé que el hombre antes de morir se había encoigdo todavía más. Y luego, en el crematorio, su cuerpo había ardido y no habían quedado de él más que cenizas. ¿Qué dejaba atrás? Una triste librería en un triste barrio comercial y dos hijas de las cuales al menos una era un poco excéntrica.. <<¿Qué tipo de vida era esa?>>, pensé. ¿Qué debía de estar rumiando su cabeza abierta y consuda, en el lecho del hospital, cuando me miraba? Pensando estas cosas del padre de Midori, me entristecí tanto que descolgué la ropa de la azotea antes de que se secara del todo, me fui a Shinjuku y deambulé por el barrio para matar el tiempo. Las calles atestadas en domingo me sosegaron. Compré Luz de agosto, de Faulkner, en la librería Kinokuniya, llena como un tren en hora punta, entré en el jazz café más ruidoso que encontré y escuché a Ornette Coleman y Bud Powell mientras tomaba una taza de café amargo y leía el libro que acababa de comprar. A las cinco y media cerré el libro, salí a la calle, tomé una cena ligera. <<¿Cuántas decenas, no, centenares de domingos como éste me quedan por vivir?>>, me pregunté. <>, dije en voz alta. Los domingos no me doy cuerda.

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Yo no quiero tardes de domingo

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Sé que realmente este texto pega más mañana por la mañana, cuando, no sin esfuerzo, abramos los párpados a un nuevo día, al domingo. Nos quejamos tanto del pobre domingo, día de descanso incluso para el señor...; porque no es que nos hastíe tanto el no hacer nada, dejar que las arenas del reloj se jacten de nuestra pasividad entre telarañas. No, no es la apatía, la desgana, la desidia, la inercia..., todo ese lastre de palabras que per se te engullen en su hálito de pasividad dominguera. Lo que realmente nos saca de quicio de los domingos es que no están ideados para hacer nada en concreto, no son sino un preámbulo ante la celeridad pasmosa de la rutina que comienza al día siguiente -ese más que aborrecible lunes, que le gana en el ránking de días deshechables. Y parece que para compensar toda la actividad que tendrá al cabo durante la semana, los domingos están para eso, para no darnos cuerda, para no hacer nada.


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A propósito del libro. Altamente recomendable.

1 comentario:

Tomodachi dijo...

Gracias por pasarte por mi blog. Yo también me he pasado por el tuyo y he empezado a leer hasta que me he encontrado con este post, al que te referías. La verdad que no hay un día mejor en la semana para leer esto. Haruki Murakami ha sabido muy bien modelar con palabras el espíritu del domingo. Tanto que al releerlo me han entrado ganas de coger mi moto y salir a dar una vuelta así porque sí. Aunque antes tendré que comer, que si hay algo que tienen seguro los domingos es un descolocamiento total de los horarios.

Un saludo desde el noreste :)