Me tenía sin cuidado lo que iba a ser de mí. Yo mantenía a mi modo, tan singular como poco atractivo -con la borrachera y el juego-, mi lucha contra el Mundo. Era mi manera de protestar. Pero con ella me aniquilaba, y dándome cuenta planteaba a veces la cuestión en los siguientes términos: 'Si el Mundo no podía utilizar a los hombres como yo, si no tenía para ellos ningún puesto mejor ni podía encomendarles una labor más alta, no había para nosotros más camino que el aniquilamiento. Peor para el Mundo'.
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Muchas veces había jugado con imágenes del futuro y había ensoñado los destinos que me estaban reservados, como poeta quizá o quizá como profeta, como pintor o como quién sabe qué. Y todo esto era equivocado. Ya no existía para hacer versos, para predicar o para pintar. Ni yo ni ningún otro hombre existíamos para eso. Todo ello era secundario. El verdadero oficio de cada uno era tan sólo llegar a sí mismo.
Luego podía terminar en poeta o en loco, en profeta o en criminal. Eso no era cosa suya y, además, en último término, carecía de todo alcance. Su misión era encontrar su destino propio, no uno cualquiera, y vivirlo por entero, hasta el final. Toda otra cosa era quedarse a mitad del camino, era retroceder a refugiarse en el ideal de la colectividad, era adaptación y miedo a la propina individualidad interior. Esta nueva imagen se alzó ya claramente ante mí, terrible y sagrada, mil veces vislumbradas, quizá expresada ya alguna vez; pero sólo ahora vivida. Yo era un impulso de la Naturaleza, un impulso hacia lo incierto, quizá hacia lo nuevo, quizá hacia nada, y mi oficio era tan sólo dejar actuar este impulso, nacido en las profundidades primordiales, sentir en mí su voluntad y hacerlo mío por entero. Esto, y sólo esto, era mi oficio.
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Fragmentos de Demian, de Herman Hesse
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